Año 1872.
Un joven artista camina por las calles de París.
Su nombre es Claude Monet. No es famoso ni reconocido, pero está lleno de ilusión e ideas innovadoras.
Ese día, aparentemente Monet no tiene nada más emocionante en su agenda, y decide plantarse frente al puerto de Le Havre y ponerse a pintar un amanecer con su peculiar estilo impresionista.
Estilo que para los ojos críticos de muchos de su época (y si nos descuidamos, también de la nuestra), parecía más un revoltijo de pinceladas al azar, similar a lo que un niño de seis años podría lograr armado con un set de acuarelas, que una obra de arte refinada.
Resultado.
La obra es rechazada y ridiculizada por los críticos de arte de la época. En consecuencia, la esperanza de poder presentar dicha obra en la exposición anual en el “Salón” que organizaba la Academia de Bellas Artes, era nula.
Para entendernos, el “Salón” era para los artistas de la época, el equivalente a Internet para cualquiera que pretenda dar a conocer sus servicios o productos hoy en día. Si no estás no existes, no eres nadie.
Pero esto no iba a frenar a un joven soñador y seguro de sí mismo.
Monet persiste. Tiene claro que su estilo es diferente, pero apuesta por su visión.
El cuadro lo titula "Impresión, sol naciente", y tiene que montar una exposición paralela con otros colegas para lograr exhibirla.
Como era de esperar, los críticos lo vuelven a ridiculizar y se ensañan burlándose de su técnica "incompleta".
Pero el público, ¡ayyy el público!, el público se siente tremendamente atraído por la obra.
Esta pieza "diferente" y "mal hecha" según los estándares tradicionales, lograba algo mágico, capturaba la esencia pura y desordenada de un amanecer real, con todo su encanto y frescura.
Lograba conectar de una forma increíble, era como un soplo de aire fresco en un mundo de arte demasiado encajonado y lejano. El cuadro vibraba creando una conexión auténtica basada precisamente en su imperfección, simplemente te arrastraba dentro.
¡Pum! Y aquí llegamos, donde nos golpea la realidad del presente, a lo Monet, directa y sin rodeos.
El mundo ha dado un giro radical, las barreras tecnológicas y psicológicas se han esfumado como por arte de magia, haciendo que multitudes de personas y negocios hayan podido subirse al mundo digital (la pandemia fue una de las grandes culpables de que todo se acelerara tanto).
Para todos se ha normalizado buscar y consumir servicios de todo tipo y productos a través de internet (esos ladrones de tiempo llamados móviles, también son grandes culpables).
Y como es lógico, el mundo de la psicología y la terapia no iban a ser una excepción.
En tiempos de pandemia, la terapia online no solo era una opción, era la única salida en un momento donde el sufrimiento de muchos se multiplicó.
Se han creado multitud de consultas virtuales, pacientes de todo el mundo buscan y acceden a servicios de salud mental a través de internet.
Consecuencia, como regla general, si no te encuentras en internet, simplemente no existes. Y si estás, pero lo planteas mal, puede ser incluso peor que no estar.
Al igual que Monet tuvo que buscarse la vida para existir, y para hacerlo de una forma relevante, diferente y fresca, enfrentándose a los críticos, redefiniendo el arte a su manera, un terapeuta no puede ignorar el mundo y como evoluciona, necesita replantear la forma en que conecta con sus pacientes.
Tener presencia en internet ya no es opcional, ni es en sí mismo suficiente.
Como el cuadro de Monet, ser un soplo de aire fresco, transmitir claridad, serenidad y lograr conectar desde un ángulo diferente, que permita generar confianza y empatía, transmitir tus valores y la esencia de tu práctica, se ha convertido en una necesidad.
Bueno, al menos si quieres ser relevante, si quieres existir y conectar en lo esencial.
Al menos es así como lo vemos en Ilumina.
Mar.
PD: Si necesitas ayuda para crear tu propio “Impresión, sol naciente” y quieres confiar en nosotros ese reto, hablemos.